Fue el día más duro de su vida. La mañana del 5 de septiembre de 2010, Mirna Solórzano esperaba de pie ante un avión de carga en el aeropuerto de San Salvador, mientras observaba cómo los soldados descargaban un féretro. Decían que contenía los restos mortales de su hija Glenda.
“Tenía que verlo con mis propios ojos, así que abrí el ataúd y no era ella, no era mi hija. No había nada suyo en ese cajón, ni su ropa, ni sus zapatos, nada. Nos limitamos a cerrar el cajón y nos quedamos allí sentados, sin saber qué hacer”,
“Le dije que no lo hiciera, que la ruta era demasiado peligrosa, pero ella quería ayudarnos. Yo ganaba sólo cuatro dólares al día vendiendo café y pan, y no era suficiente para mantenernos. Glenda sólo quería ayudarnos”,
“Mamá, estoy aquí y estoy bien. Cuídate mucho”
“Fue el momento más duro de mi vida. Una señora me abrazó y se limitó a decirme: ‘Siento que sea su hija’. Todo era muy raro porque al día siguiente de tomar la muestra de ADN ya me estaban confirmando que se trataba de mi hija. Hasta yo sé que eso no es posible”.Acto de Amnistía Internacional denunciando los abusos que sufren los migrantes centroamericanos cuando viajan por México de camino a los Estados Unidos. © Moisés Castillo
“En cinco años, no he sido capaz de llevar flores allí. Hasta que tenga pruebas, seguiré buscándola,